por JUAN MANUEL DE PRADA
Pero una sociedad desvinculada en la que las metas son individuales es una sociedad condenada a la destrucción; pues la libertad negativa (ser «libres de», no «libres para») acaba generando, infaliblemente, apetito de caos y nihilismo. Así, el paraíso soñado por Fukuyama se llenó de demonios endógenos y exógenos (los segundos convocados por los primeros) que fueron minando sus pilares: la rapacidad financiera, el pansexualismo, las migraciones masivas, la apostasía, el descrédito de las instituciones fueron elementos en apariencia dispares, pero secretamente convergentes, que aceleraron el proceso de necrosis del «mundo libre». Y, puesto que en la «sociedad abierta» no existen metas comunes que construyan, hay que buscar enemigos externos presentados como encarnaciones del mal ante sus adeptos, que de este modo se unen (aunque sea en una unidad de hormiguero, un remedo de unidad sin virtud y sin corazón) contra ellos. Este papel lo representó en un principio el «terrorismo islamista», con los resultados catastróficos de todos conocidos: primaveras árabes, etcétera.
Entonces el «mundo libre» volvió la mirada, nostálgico, al antiguo solar del comunismo y se encontró… ¿Con qué se encontró? Con una Rusia que pugnaba por ser otra vez grande, una Rusia que no se conformaba con el papel ancilar de vomitorio del «mundo libre» que se le había asignado, una Rusia que pugnaba por recuperar e insuflar vida a sus tradiciones (su Tradición), una Rusia que se alzaba frente a la peste bubónica y nihilista de la «sociedad abierta» y empezaba a mostrarse capaz de acaudillar una rebelión frente a ella, como hace dos siglos hizo el zar Alejandro I. Había que convertir esa Rusia cada vez más pujante –en contraste con una Europa terminal, ahogada en su propio vómito inane– en el enemigo común. Para convencer a la gente impresionable chapada a la antigua, se dijo que Putin era un exagente del KGB; y para convencer a la gente chapada a la moderna, se dijo que a Putin no le iban las mariconadas. Y, para consumo de unos y otros, no fue difícil recuperar esa imagen de Rusia como sinónimo del despotismo que, desde el siglo XIX, ha hecho fortuna en la cofradía liberal. Los déspotas siempre llaman déspotas a quienes vienen a destronarlos.
Con la resurrección de Rusia acaba el fin de la historia, según aquel sueño memo de Fukuyama. Porque Rusia puede devolver la historia a su principio.