martes, 1 de abril de 2014

El principio de la Historia


por JUAN MANUEL DE PRADA



Para echarme unas risas, he estado releyendo estos días El fin de la historia y el último hombre, el bodriete de Fukuyama que, hace veinte años, fue entronizado como una suerte de biblia (para dummies) por cierta derecha proamericana. Se publicaba aquel libro en los años en que se producía el colapso de la Unión Soviética; y en los que el «liberalismo democrático» y el «libre mercado» aspiraban –al modo de una Parusía laica– a instaurar un reinado de progreso indefinido y delicias universales. Y, en efecto, durante algunos años así pareció que fuese a ocurrir: el comunismo había sido derrotado, o recluido en las mazmorras del atlas; y en el seno del «mundo libre» ya ni siquiera la Iglesia se atrevía a discutir la ideología hegemónica (y, en caso de que se atreviera, se le sacaban los colores con la pederastia y santas pascuas). Por supuesto, en este reinado soñado por Fukuyama, se permitía ser liberal de izquierdas o de derechas, incluso liberal ultraizquierdista o ultraderechista, porque la ideología hegemónica necesitaba que sus adeptos estuviesen siempre a la greña, engolosinados con la quimera del individualismo. No en vano Karl Popper había señalado que toda forma de filosofía política que propusiese a la sociedad humana una meta común debía ser erradicada.
Pero una sociedad desvinculada en la que las metas son individuales es una sociedad condenada a la destrucción; pues la libertad negativa (ser «libres de», no «libres para») acaba generando, infaliblemente, apetito de caos y nihilismo. Así, el paraíso soñado por Fukuyama se llenó de demonios endógenos y exógenos (los segundos convocados por los primeros) que fueron minando sus pilares: la rapacidad financiera, el pansexualismo, las migraciones masivas, la apostasía, el descrédito de las instituciones fueron elementos en apariencia dispares, pero secretamente convergentes, que aceleraron el proceso de necrosis del «mundo libre». Y, puesto que en la «sociedad abierta» no existen metas comunes que construyan, hay que buscar enemigos externos presentados como encarnaciones del mal ante sus adeptos, que de este modo se unen (aunque sea en una unidad de hormiguero, un remedo de unidad sin virtud y sin corazón) contra ellos. Este papel lo representó en un principio el «terrorismo islamista», con los resultados catastróficos de todos conocidos: primaveras árabes, etcétera.
Entonces el «mundo libre» volvió la mirada, nostálgico, al antiguo solar del comunismo y se encontró… ¿Con qué se encontró? Con una Rusia que pugnaba por ser otra vez grande, una Rusia que no se conformaba con el papel ancilar de vomitorio del «mundo libre» que se le había asignado, una Rusia que pugnaba por recuperar e insuflar vida a sus tradiciones (su Tradición), una Rusia que se alzaba frente a la peste bubónica y nihilista de la «sociedad abierta» y empezaba a mostrarse capaz de acaudillar una rebelión frente a ella, como hace dos siglos hizo el zar Alejandro I. Había que convertir esa Rusia cada vez más pujante –en contraste con una Europa terminal, ahogada en su propio vómito inane– en el enemigo común. Para convencer a la gente impresionable chapada a la antigua, se dijo que Putin era un exagente del KGB; y para convencer a la gente chapada a la moderna, se dijo que a Putin no le iban las mariconadas. Y, para consumo de unos y otros, no fue difícil recuperar esa imagen de Rusia como sinónimo del despotismo que, desde el siglo XIX, ha hecho fortuna en la cofradía liberal. Los déspotas siempre llaman déspotas a quienes vienen a destronarlos.
Con la resurrección de Rusia acaba el fin de la historia, según aquel sueño memo de Fukuyama. Porque Rusia puede devolver la historia a su principio.